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En Historia Económica General
Es un error muy extendido el de pensar que entre
las condiciones decisivas para el desarrollo del capitalismo occidental
figura el incremento de la población. Frente a esta tesis ha
sostenido Marx que cada época económica tiene sus propias leyes
demográficas, principio que si bien resulta inexacto, expresado de un
modo tan general, no deja de tener su justificación en este caso. El
desarrollo de la población occidental ha registrado sus más rápidos
progresos desde principios del siglo XVIII hasta fines del siglo XIX. En
la misma época, China registró un aumento de población, por lo menos,
de igual intensidad, desde 60- 70 a 400 millones (aun cuando haya que
contar con las inevitables exageraciones), incremento que
aproximadamente corresponde al de Occidente. A pesar de ello, el
desarrollo del capitalismo en China no fue sino de tipo regresivo. En
efecto, el aumento de población se operó en este país en el seno de
otras clases sociales distintas de las de nuestro medio. Dicho aumento
convirtió a China en un país donde pululaban los pequeños agricultores;
en cambio, el incremento de una clase que corresponda a nuestro
proletariado sólo puede encontrarse en la utilización de los coolies por el mercado exterior: kuli *01
es, en su origen, una expresión india, y significa el vecino o
compañero de linaje. El incremento de población en Europa colaboró en
términos generales al desarrollo del capitalismo, ya que con un número
menor de habitantes este no hubiera encontrado la mano de obra que
necesitaba; pero el aumento, como tal, no provocó las concentraciones
obreras. Tampoco puede admitirse la tesis de Sombart *02 según la cual la afluencia de metales preciosos puede
considerarse como único motivo originario del capitalismo. Es evidente
que, en determinadas situaciones, el incremento de la aportación de
metales preciosos puede dar lugar a que sobrevengan determinadas
revoluciones de precios (como desde 1530 se registraron en Europa) y en
cuanto cooperan con ello otras circunstancias favorables -por ejemplo
una determinada forma de organización del trabajo- su desarrollo sólo
puede resultar acelerado por el hecho de que se concentren en
determinadas capas sociales grandes sumas de disponibilidades en
efectivo. El ejemplo de la India revela que una afluencia de metales
preciosos no es motivo suficiente para provocar por sí mismo el
capitalismo. En ese país, en la época del Imperio romano, penetró una
enorme cantidad de metales preciosos -25 millones de sestercios al año- a
cambio de mercancías indias. Semejante afluencia solo en pequeña escala
provocó en la India el capitalismo mercantil. La mayor parte de los
metales preciosos fue absorbida por la tesorería de los rajás, en lugar
de ser acuñada y empleada para la creación de empresas capitalistas
racionales. Este hecho revela que lo interesante es la estructura de la
organización del trabajo de donde deriva esa afluencia de metales
preciosos. Los metales preciosos de América afluyeron, luego del
descubrimiento, en primer término a España; pero allí, paralelamente con
la importancia de metales preciosos, se registra; una regresión del
desarrollo capitalista. Por un lado sobrevino el aplastamiento de la
sublevación de los comuneros y la destrucción de la política mercantil
de la grandeza española; por otro, el aprovechamiento de los metales
preciosos para fines de guerra. Así, la corriente de metales preciosos
pasó por España casi sin tocarla, fructificando, en cambio, países que
ya desde el siglo XV se hallaban en trance de transformar su
constitución del trabajo, circunstancia que favoreció la génesis del
capitalismo. *03
Ni el aumento de población ni la aportación de
metales preciosos provocaron, por consiguiente, el capitalismo
occidental. Las condiciones externas de su desarrollo son más bien, por lo pronto, de carácter geográfico.
En China y en la India, dada la condición manifiestamente interior del
tráfico en estos territorios, halló considerables obstáculos el grupo de
quienes se hallaban en condiciones de beneficiarse con el comercio, y
poseían la facilidad de estructurar un sistema capitalista sobre
negocios mercantiles, mientras que en Occidente el carácter interior del
mar Mediterráneo y la abundancia de comunicaciones fluviales produjo un
desarrollo a la inversa. Tampoco debemos, sin embargo, exagerar esa
circunstancia. La cultura de la Antigüedad es una cultura
manifiestamente costera. Gracias a la configuración del mar Mediterráneo
(en contraposición a los mares de China, sacudidos por los tifones) las
posibilidades de transporte fueron muy favorables, y, sin embargo, en
la época antigua no llegó a surgir el capitalismo. Aun en la Edad
Moderna el desarrollo capitalista fue, en Florencia, mucho más intensivo
que en Génova o en Venecia. En las ciudades industriales del interior
fue donde nació el capitalismo, y no en los grandes puertos mercantiles
de Occidente. Luego resultó favorecido por las necesidades de guerra,
pero no como tales, sino por las propias de los ejércitos occidentales,
y, también, por las atenciones de tipo suntuario, con las mismas
restricciones. En muchos casos dio lugar más bien a formas irracionales,
como los pequeños ateliers de Francia, o las colonias forzosas
de trabajadores en algunas cortes principescas alemanas. Lo que en
definitiva creó el capitalismo fue la empresa duradera y racional, la
contabilidad racional, la técnica racional, el Derecho racional; a todo
esto había de añadir la ideología racional, la racionalización de la vida, la ética racional en la economía. *04
En los comienzos de toda ética y de las condiciones económicas que de ella derivan aparece por doquier el tradicionalismo,
la santidad de la tradición, la dedicación de todos a las actividades y
negocios heredados de sus abuelos. Este criterio alcanza hasta la misma
actualidad. Una generación atrás hubiera sido inútil duplicar el
salario a un obrero agrícola en Silesia -obligado a segar una
determinada extensión de terreno- con ánimo de incrementar su
rendimiento: simplemente hubiese reducido su prestación activa a la
mitad, ya que con ello podía ganar un jornal parecido al de antes. Esta
ineptitud, esta aversión a separarse de los rumbos tradicionales
constituye un motivo general para el mantenimiento de la tradición. El
tradicionalismo primitivo puede experimentar, sin embargo, una
exacerbación sustancial por dos motivos. Por lo pronto ciertos intereses materiales pueden
cooperar al mantenimiento de la tradición: cuando, por ejemplo, en
China se intentó modificar determinadas formas de transporte o poner en
práctica ciertos procedimientos más racionales, se puso en peligro los
ingresos de determinados funcionarios; algo análogo ocurrió en la Edad
Media, y en la Moderna, al introducirse el ferrocarril. Estos intereses
de los funcionarios, señores territoriales, comerciantes, etc. han
colaborado con el tradicionalismo para impedir el fácil desarrollo de la
racionalización. Todavía es más intensa la influencia que ejerce la magia esterotipada del
tráfico, la profunda aversión a introducir modi-ficiaciones en el
régimen de vida habitual, por temor a provocar trastornos de carácter
mágico. Por lo regular, tras de estas consideraciones se esconde el afán
de conservar prebendas, pero la premisa de ello, sin embargo, es una
creencia muy extendida en ciertos peligros de carácter mágico. *05
Estos obstáculos tradicionales no resultan superados, sin más, por el afán de lucro como tal.
La creencia de que la actual época racionalista y capitalista posee un
estímulo lucrativo más fuerte que otras épocas es una idea infantil. Los
titulares del capitalismo moderno no están animados de un afán de lucro
superior al de un mercader de Oriente. El desenfrenado afán de lucro
sólo ha dado lugar a consecuencias económicas de carácter irracional:
hombres como Cortés y Pizarro, que son acaso sus representantes más
genuinos, no han pensado, ni de lejos, en la economía racional.
Si el afán de lucro es un sentimiento universal, se
pregunta en qué circunstancias resulta legítimo y susceptible de
modelar, de tal modo que cree estructuras racionales como son las
empresas capitalistas.
Originariamente existen dos criterios distintos con
respecto al lucro: en el orden intrínseco, vínculos con la tradición,
una relación piadosa con respecto a los compañeros de tribu, de linaje o
de comunidad doméstica, excluyendo todo género de lucro dentro del
círculo de quienes están unidos por esos vínculos: es lo que llamamos moral de grupo.
Por otro lado, absoluta eliminación de obstáculos para el afán de lucro
en sus relaciones con el exterior, criterio conforme al cual toda
persona extraña es, por lo pronto, un enemigo, frente al cual no existen
barreras éticas: esta es la moral respecto a los extraños. La
calculabilidad penetra en el seno de las asociaciones tradicionales,
descomponiendo las viejas relaciones de carácter piadoso. En cuanto
dentro de una comunidad familiar, todo se calcula, y ya no se vive en un
régimen estrictamente comunista, *06 cesa la piedad
sencilla y desaparece toda limitación del afán de lucro. Este aspecto
del desarrollo se advierte, especialmente, en Occidente. A su vez, el
afán de ganancia se atenúa cuando el principio lucrativo actúa sólo en
el seno de la economía cerrada. El resultado es la economía regularizada con un cierto campo de acción para el afán de lucro.
Concretamente, la evolución se desarrolla de
distinto modo. En Babilonia y en China, fuera de la estirpe, cuya
actuación económica era comunista o cooperativa, no existió ninguna
limitación objetiva para el afán de lucro. A pesar de ello, no se
desarrolló en estos países el capitalismo al estilo moderno. En la India
las barreras que se oponen a las actividades lucrativas sólo afectan a
las dos capas superiores, los brahmanes y los radjputas. Todos los
individuos de estas dos castas tienen prohibido el ejercicio de
determinadas profesiones. El brahmán puede encargarse de vigilar las
fermentaciones, porque sólo él tiene las manos limpias; en cambio, sería
degradado, como los rajputas, si hiciera préstamos con interés. Este
tipo de préstamos es permitido a la casta de mercaderes, entre los
cuales hallamos una falta de escrúpulos mercantiles como no se encuentra
en ningún otro lugar del mundo. La Antigüedad, finalmente, sólo conocía
limitaciones de interés que tenían carácter legal, estando
caracterizada la moral económica romana por el lema caveat emptor. A pesar de ello, tampoco en este caso se desarrolló un capitalismo a la moderna.
Como resultado se produce el siguiente hecho característico: los gérmenes del capitalismo moderno deben
buscarse en un sector donde oficialmente dominó una teoría económica
hostil al capitalismo, distinta de la oriental y de la antigua.
La ética de la moral económica de la Iglesia se
encuentra compendiada en la idea, posiblemente tomada del arrianismo,
que se tiene del mercader: homo mercator vix aut numquan potest Deo placere, *07
puede negociar sin incurrir en pecado, pero ni aun así será grato a
Dios. Esta norma tuvo vigencia hasta el siglo XV, y sólo a partir de
entonces se intentó paulatinamente atenuarla en Florencia, bajo la
presión de las circunstancias económicas alteradas. La aversión profunda
de la época católica, y, más tarde de la luterana, con respecto a todo
estímulo capitalista, reposa esencialmente sobre el odio a lo impersonal
de las relaciones dentro de la economía capitalista. Esta
impersonalidad sustrae determinadas relaciones humanas a la influencia
de la Iglesia, y excluye la posibilidad de ser vigilada e inspirada
éticamente por ella. Las relaciones entre el señor y los esclavos podían
éticamente regularse de un modo directo. En cambio, son difíciles de
moralizar las relaciones entre el acreedor pignoraticio y la finca que
responde por la hipoteca, o entre los endosatarios de una letra de
cambio, siendo por lo menos extraordinariamente complicado, cuando no
imposible, lograr esa moralización. *08 El resultado del criterio eclesiástico a este respecto fue que la ética económica medieval descansó sobre la norma del iustum pretium con exclusión del regateo en los precios y de la libre competencia, garantizándose a todos la posibilidad de vivir.
No coincidimos con W. Sombart *09 cuando señala a los judíos como
responsables del quebrantamiento de este conjunto de normas. La
posición de los judíos durante la Edad Media puede sociológicamente
compararse con la de una casta india: los judíos eran algo así como un
pueblo de parias. Sin embargo, existe la diferencia de que según los
cánones de la religión india, la reglamentación en castas tiene validez
para toda la eternidad. Cada individuo puede lograr su acceso al cielo,
por vía de la reencarnación, conforme a un desarrollo que depende de sus
méritos; pero todo ello ocurre dentro del sistema de castas. Este
sistema es eterno, y quien quiere salir de su casta es repudiado y
condenado a los infiernos, a morar en las vísceras de un perro. Según el
credo judío, por el contrario, vendrá un día en que la ordenación de
castas se invierta, en comparación con la actualidad. Al presente los
judíos están sellados como un pueblo de parias, ya sea en castigo de los
pecados de sus padres (según la concepción de Isaías) o para la
salvación del mundo (tal es la premisa de la influencia de Jesús de
Nazaret); esta situación sólo puede quedar eliminada mediante una
revolución social. En la Edad Media los judíos eran un pueblo al margen;
hallábanse fuera de la sociedad burguesa, y, por ejemplo, no podían ser
admitidos en ninguna federación municipal, porque no podían participar
en la comunión, ni pertenecer tampoco a la coniuriato . No eran el único grupo étnico que se hallaba en estas condiciones. *10
Fuera de ellos ocupaban una posición análoga los cahorsinos,
comerciantes cristianos que, como los judíos, operaban con dinero, bajo
la protección de los príncipes, pudiendo dedicarse a dicha actividad
mediante el pago de determinados tributos. Lo que distingue, sin
embargo, a los judíos, con toda claridad, de los pueblos admitidos
dentro de la comunión cristiana, era la imposibilidad que para ellos
existía de sostener commercium y conubium con los cristianos. A
diferencia de los judíos -los cuales temían que sus reglas alimenticias
no fuesen observadas por quienes los invitaban-, los cristianos no
vacilaron en un principio en gozar de la hospitalidad judía; ahora bien,
desde las primeras explosiones del antisemitismo medieval, los
creyentes fueron prevenidos por los sínodos para que no se comportaran
indignamente ni se dejaran invitar por los judíos, quienes por su parte
rechazaban la hospitalidad de los cristianos. El conubium con
los cristianos resultó ya imposible desde Esdras y Nehemías. Un nuevo
motivo de la situación de parias de los judíos fue que, ciertamente,
existió un artesanado judío, así como también una clase judaica de
caballeros, pero, en cambio, nunca existieron agricultores judíos; en
efecto, la dedicación a la agricultura resultaba incompatible con los
preceptos rituales. Fueron estos preceptos los que constituyeron el
centro de gravedad de la vida económica judía, e incitaron a los semitas
a dedicarse al comercio, en particular a las operaciones con dinero. *11
La piedad judaica premiaba el conocimiento de la ley, y el estudio
continuo de ésta se avenía muy bien al comercio con dinero. Añadíase a
esto que, a causa de la prohibición de usura, la Iglesia abominaba el
tráfico con dinero, pero este era indispensable, y los judíos podían
practicarlo porque no reconocían los cánones de la Iglesia. Finalmente,
el judaísmo como mantenedor del universal dualismo primitivo entre moral
de grupo y moral respecto a los extraños, pudo percibir interés de
estos últimos, cosa que no hacían con los hermanos de religión y con las
personas afines. De este dualismo se derivó, además, la tolerancia
hacia negocios económicos irracionales, como el arrendamiento de
tributos y la financiación de negocios públicos de todas clases. Los
judíos lograron en estas operaciones, andando el tiempo, un virtuosismo
que les hizo adquirir gran fama y por el que fueron generalmente
envidiados. Pero este era un capitalismo de parias, no un capitalismo
racional como el que se produjo en Occidente. Por eso entre los
creadores de la moderna organización económica, entre los grandes
empresarios, apenas si se encuentra un judío. El tipo del gran
empresario es cristiano y sólo puede imaginarse sobre el terreno de la
cristiandad. En cambio el fabricante judío es un fenómeno moderno. Los
judíos no pudieron tener parte alguna en la génesis del capitalismo
racional, puesto que se hallaban fuera de los gremios. Casi nunca
pudieron subsistir junto a éstos, ni siquiera allí donde, como en
Polonia, disponían de un numeroso proletariado, que hubiesen podido
organizar como patrones de la industria doméstica o como fabricantes.
Por último, como enseña el Talmud, la ética genuinamente judaica implica
un tradicionalismo específico. El aborrecimiento que el judío piadoso
siente hacia todo género de innovaciones es casi tan grande como el de
los miembros de cualquier pueblo salvaje, unidos entre sí por vínculos
mágicos.
No obstante, el judaísmo tuvo también una
importancia decisiva para el capitalismo racional moderno; en cuanto
legó al cristianismo su hostilidad hacia la magia. Exceptuando
el judaísmo y cristianismo, así como dos o tres sectas orientales (una
de ellas en el Japón), no existe religión alguna que tenga un marcado
carácter de hostilidad hacia la magia. Es verosímil que el origen de tal
animadversión sea que los israelitas la hallaron en Canaán, en la magia
de Baal, el dios de la agricultura, mientras que Jehová fue un Dios de
los volcanes, de los terremotos y de las epidemias. La enemistad entre
el sacerdocio de ambas religiones y el triunfo del clero judaico
desterró la magia de la fecundidad cultivada por los sacerdotes de Baal,
y tachada de atea y disolvente. En cuanto el judaísmo abrió el paso al
cristianismo, imprimiéndole el carácter de una religión por completo
enemiga de la magia, prestó un gran servicio a la Historia de la
Economía. En efecto, el imperio de la magia fuera del ámbito del
cristianismo es uno de los más graves obstáculos opuestos a la
racionalización de la vida económica. La magia viene a estereotipar la técnica y la economía.
Cuando en China se quiso iniciar la construcción de ferrocarriles y
fábricas sobrevino el conflicto con la geomancia. Exigía ésta que al
hacer las instalaciones respetaran determinadas montañas, selvas y
túmulos, porque de otro modo se perturbaría la paz de los espíritus. *12
El mismo criterio tienen las castas de la India con respecto al
capitalismo. Cualquier técnica nueva empleada por los indios significa,
por lo pronto, para ellos, la pérdida de la casta, y el retorno a otra
etapa nueva pero inferior. Como el indio cree en la transmigra-ción de
las almas, ello significa que así queda relegado en cuanto a sus
posibilidades de salvación, hasta la encarnación próxima. En vista de
ello difícilmente se ve atraído por esas innovaciones. A esto se añade
que cada casta contamina a las otras. Esto tiene, a su vez, como
consecuencia que los obreros, que no pueden darse mutuamente un vaso de
agua, no pueden estar trabajando en el mismo recinto de una fábrica.
Sólo en la actualidad, después de un secular período de ocupación por
los ingleses, pudo eliminarse este obstáculo. Pero el capitalismo no
pudo surgir de un grupo económico que de este modo se halla atenazado
por la magia.
Quebrantar la fuerza de ésta e impregnar la vida
con el racionalismo sólo ha sido posisble en todos los tiempos por un
procedimiento: el de las grandes profecías racionales. Sin
embargo, no toda profecía destruye el conjuro de la magia; es posible,
no obstante, que un profeta, acreditado por el milagro y otros medios,
quebrante las normas sagradas y tradicionales. Las profecías han roto el
encanto mágico del mundo creando el fundamento para nuestra ciencia
moderna, para la técnica y el capitalismo. En China faltan semejantes
profecías. Cuando se encuentran, proceden del exterior, como ocurre con
Laotsé y el taoísmo; en cambio, la India conoce una religión redentora.
Existían, sin embargo, profecías ejemplares; el profeta
típicamente indio, Budha por ejemplo, vive ciertamente la vida que
conduce a la redención, pero no se considera como un enviado de Dios,
sino como un ser que libremente desea su salvación. También puede
renunciarse a la salvación, ya que no todos pueden, después de la
muerte, penetrar en el nirvana, y sólo los filósofos en sentido estricto
son capaces, por la aversión que este mundo les causa, de desaparecer
de la vida en un acto de estoica decisión. La consecuencia fue que la
profecía de la India sólo tuvo importancia directa para las clases
intelectuales. Sus elementos integrantes fueron habitantes de las selvas
y monjes menesterosos. Para la masa, la iniciación de una secta budista
significó algo completamente distinto: concretamente, la posibilidad
del culto a los santos. Este culto existió para unos santos tenidos por
milagrosos, a los cuales se alimentaba bien, para que dieran en cambio
garantía de una mejor reencarnación o concedieran riquezas, larga vida y
cosas semejantes, es decir, bienes de este mundo. Así el budhismo, en
su forma pura, quedó limitado a una tenue capa monacal. El profano no
encontró ninguna instrucción ética conforme a la cual pudiese orientar
su vida; el budismo poseía ciertamente un decálogo, pero, a diferencia
del judío, no contenía normas obligatorias, sino sólo recomendaciones.
El acto más importante fue y siguió siendo el sustento físico de los
monjes. Una religiosidad de este tipo nunca podía estar en condiciones
de eliminar la magia, sino de sustituirla, a lo sumo, por otra.
En contraste con la religión ascética redentora de
la India y su falta de eficacia sobre las masas, se hallan el judaísmo y
el cristianismo, que desde el principio fueron religiones de plebeyos,
y siguieron siéndolo, a través de los tiempos, por propia voluntad. La
lucha de la Iglesia antigua contra los gnósticos no fue otra cosa sino
la lucha contra la aristocracia de los intelectuales, tal como la
conocen todas las religiones asiáticas, para impedir que se apoderasen
de la dirección de la Iglesia. Esta lucha fue decisiva para el efecto de
masas del cristianismo y a la vez para que la magia fuera desterrada en
lo posible del corazón de las masas. Ciertamente, no fue posible
superarla del todo hasta fechas muy cercanas a nosotros; pero fue
relegada hasta la cohibición de algo antidivino y diabólico. El germen
de esta posición opuesta a la magia lo encontramos ya en la ética del
judaísmo primitivo. Guarda ciertos puntos de contacto con la ideología
recogida en las colecciones de sentencias de los llamados textos
proféticos de los egipcios. Pero las más razonables prescripciones de la
época egipcia resultaban vanas cuando se consideraba suficiente colocar
un escarabajo en la región cordial del muerto para que este pudiera
engañar fácilmente al juez de los difuntos, pasando por alto los pecados
cometidos, y hallando así más fácil acceso al paraíso. La ética judía
no conoce semejantes subterfugios sofísticos, y lo mismo ocurre con el
cristianismo. La comunión ha sublimado la magia hasta la categoría de
sacramento, pero no ha procurado a sus creyentes ciertos medios y
recursos que les permitan soslayar el juicio final, como ocurre con la
religión egipcia. Si se quiere estudiar en resumen la influencia de una
religión sobre la vida, precisa distinguir entre su teoría oficial y
aquel tipo de conducta efectiva que, en realidad, y acaso contra su
voluntad propia, otorga premios en este mundo o en el otro; también
conviene distinguir, además, entre el virtuosismo religioso de los
selectos y el de las masas. El virtuosismo religioso sólo tiene un valor
ejemplar para la vida cotidiana; sus exigencias representan un
desiderátum pero no son decisivas para la ética de cada día. La relación
de ambas es distinta según las diferentes religiones. Dentro del
catolicismo ambas se asocian de un modo peculiar, cuando las normas del
virtuosismo religioso aparecen como consilia evangelica junto a
los deberes del profano. El cristiano perfecto, propiamente dicho, es
el monje; no se puede exigir, sin embargo, obras como las suyas a todo
el mundo, aunque algunas de sus virtudes, en forma atenuada, constituyen
el espejo para la vida de cada día. La ventaja de esta vinculación fue
que la ética no pudo ser desgarrada a la manera como lo fue en el
budismo. No obstante, la distinción entre ética monacal y ética de masas
significó que los individuos de más elevada calidad religiosa se
apartaran del mundo para formar una comunidad especial.
El cristianismo no constituye un caso aislado por
lo que respecta a este fenómeno, sino que el fenómeno es frecuente en la
historia de las religiones, y ello permite medir la importancia
extraordinaria del ascetismo. Significa éste la práctica de un
determinado régimen de vida metódica. Conforme esta acepción, la ascesis
ha ejercido siempre su influencia. El ejemplo del Tibet revela las
extraordinarias realizaciones de que es capaz un régimen de vida
metódico y ascético. El país parece condenado por la naturaleza a ser
eternamente desértico; pero una comunidad de ascetas sin familia ha
realizado las colosales construcciones de Lhassa, empapando el país, en
el aspecto religioso, con las teorías del budismo. Un fenómeno análogo
se advierte en la Edad Media occidental: el monje es el primer hombre de
su tiempo que vive racionalmente, y que con método y medios racionales
persigue un fin, situado en el más allá. Para él sólo existe el toque de
campana; sólo para él están divididas las horas del día destinadas a la
oración. La economía de las comunidades monacales era economía
racional. Los monjes suministraban en parte sus funcionarios a la alta
Edad Media; el poderío del Dux de Venecia cayó por tierra cuando la
Guerra de las Investiduras le privó de la posibilidad de utilizar a los
clérigos para las empresas transmarinas. Ahora bien, este régimen
racional de vida quedó relegado al círculo monacal. El movimiento
franciscano intentó extender la institución de los terciarios,
haciéndola penetrar entre la gente laica. Pero frente a este intento se
alzaba el instituto de la confesión. Con ayuda de esta arma la Iglesia
domesticó a la Europa medieval. Más para los hombres de la Edad Media
ello significaba posibilidad de descargarse por medio de la confesión, a
costa de ciertas penitencias, sacudiéndose la conciencia de la culpa y
el sentimiento del pecado que habían sido provocados por los preceptos
éticos de la Iglesia. La unidad y severidad de la vida metódica quedó,
de este modo, quebrantada en la realidad. Como conocedora de hombres, la
Iglesia no contó con el hecho de que cada individuo es una personalidad
moral perfectamente hermética, sino que admitió como cosa firme que, a
pesar de la admonición confesional y de la severa penitencia, caería de
nuevo en el pecado; es decir, que su gracia tuvo que derramarse por
igual sobre los justos y sobre los injustos.
La Reforma rompió definitivamente con este sistema. La supresión de los consilia evangelica por
la reforma luterana significó la ruina de la doblez ética, de la
distinción entre una moral que obliga a todos y otra de índole
particular y ventajosa. Con ello cesó también el ascetismo ultraterreno.
Las naturalezas rígidamente religiosas que hasta entonces se habían
refugiado en el claustro tuvieron que laborar, en lo sucesivo, dentro mismo
del mundo. El protestantismo, con sus denominaciones ascéticas, logró
crear la ética sacerdotal adecuada para esta ascesis mundanal. No se
exige el celibato sacerdotal; el matrimonio es sólo una institución que
tiene por objeto la procreación racional. No se recomienda la pobreza,
pero la adquisición de riquezas no debe inducir a un goce puramente
animal. Es, por tanto, muy exacto Sabastián Franck cuando resume el
sentido de la Reforma con estas palabras: "Tú crees que has escapado al
claustro: pero desde ahora serás monje durante toda tu vida." En los
países clásicos de la religiosidad ascético-prostestante se puede
advertir la extensión adquirida por este sello ascético, hasta la
actualidad. Especialmente se reconoce este carácter en la significación
de los grupos confesionales religiosos en América. Aunque el Estado y la
Iglesia están separados, no ha existido, hasta hace varios lustros,
ningún banquero, ningún médico, a quien al instalarse o al entablar
relaciones no se le haya preguntado a qué comunidad religiosa pertenece.
Según el tono de su contestación, podían ser buenas o malas sus
posibilidades de prosperar. En efecto, la admisión en las sectas sólo se
llevaba a cabo después de examinada la conducta moral del interesado.
La pertenencia a una secta que no conocía la distinción judía entre
moral de grupo y moral exterior, garantizaba la honorabilidad y la
honestidad profesional, y éstas, a su vez, el éxito en la vida. De aquí
el principio según el cual "la honestidad es la mejor política", de aquí
también que los cuáqueros, los baptistas y los metodistas repitan sin
descanso la norma de experiencia según la cual Dios bendice a los suyos:
"Los ateos no fían unos de otros, en sus asuntos; se dirigen a nosotros
cuando quieren hacer negocio; la piedad es el camino más seguro para
alcanzar la riqueza". Esto no es can't ("no hagas tal cosa"),
en modo alguno, sino una confluencia de la religiosidad con ciertos
resultados que, en su origen, eran desconocidos para ella y que no
figuraban entre sus propósitos inmediatos. Ciertamente, el logro de la
riqueza debida a la piedad conducía a un dilema, semejante a aquel en
que cayeron siempre los monasterios medievales, cuando el gremio
religioso produjo la riqueza, ésta la decadencia monástica, y ésta, a su
vez, la necesidad de su restauración. El calvinismo trató de sustraerse
a ;dicha dificultad mediante la idea de que el hombre es sólo administrador de
los bienes que Dios le ha otorgado; censuraba el goce, pero no admitía
la evasión del mundo, sino que consideraba como misión religiosa de cada
individuo la colaboración en el dominio racional del Universo. De este
criterio deriva nuestra actual palabra "profesión" (en el sentido de
"vocación"), que sólo conocen los idiomas influidos por la traducción
protestante de la Biblia. *13 expresa ese término la
valoración de la actividad lucrativa capitalista, basada en fundamentos
racionales, como realización de un objetivo fijado por Dios. En último
término esta era también la razón de la pugna existente entre puritanos y
Estuardos. Ambos eran de orientación capitalista; pero sintomáticamente
para el puritano el judío era cifra y compendio de todo lo aborrecible,
porque participaba en todos los negocios irracionales e ilegales, como
la usura de guerra, el arrendamiento de contribuciones, la compra de
cargos, etc., como hacían también los favoritos cortesanos. *14
Esta caracterización del concepto profesional
suministró, por lo pronto, al empresario moderno una experiencia
excepcionalmente buena, y, además, obreros solícitos para el trabajo,
cuando el patrono prometió a la clase obrera, como premio por su
"dedicación ascética" a la profesión y por su aquiescencia a la
valoración de estas energías por el capitalismo, la bienaventuranza
eterna, promesa que en época en que la disciplina eclesiástica absorbía
la vida entera en un grado para nosotros inconcebible, poseía una
realidad distinta de la actual. También la Iglesia católica y la
luterana han conocido y practicado la disciplina eclesiástica. Ahora
bien en las comunidades ascéticas protestantes, la admisión a la
comunión se hacía depender de un alto nivel ético; este, a su vez, se
identificaba con la honorabilidad en los negocios, mientras que nadie
preguntaba por el contenido de la fe. Una institución tan poderosa e
inconscientemente refinada para la formación de los capitalistas no ha
existido en ninguna otra iglesia o religión, y en comparación con ello
carece de importancia todo cuanto hizo el Renacimiento en pro del
capitalismo. Sus artistas se ocuparon de problemas técnicos y fueron
experimentadores de primera magnitud. Del arte de la minería el
experimento fue recogido por la ciencia. Como concepción del Universo,
el Renacimiento determinó ampliamente la política de los príncipes,
pero el alma de los hombres no quedó transformada tanto como por las
innovaciones de la Reforma. Casi todos los grandes descubrimientos
científicos del siglo XVI y de los comienzos del XVII han crecido sobre
el suelo del catolicismo: Copérnico era católico, y en cambio Lutero y
Melanchton se mantuvieron hostiles a sus descubrimientos. En conjunto,
el progreso científico y el protestantismo no pueden identificarse, sin
más. La Iglesia católica ha cohibido en ocasiones el progreso
científico; pero también las sectas ascéticas del protestantismo han
tenido poco interés por la ciencia pura. Una de las realizaciones
específicas del protestantismo consiste en haber puesto la ciencia al
servicio de la técnica y de la economía. *15
La raíz religiosa del hombre económico moderno ha muerto. Hoy el concepto profesional aparece como un caput mortuum en
el mundo. La religiosidad ascética quedó suplantada por una concepción
pesimista, pero nada ascética, como es la representada por la Fábula de las abejas de
Mandeville, según la cual los vicios individuales pueden ser, en
circunstancias, ventajosos para la colectividad. Al desaparecer hasta
los últimos vestigios del tremendo pathos religioso primitivo de las sectas, el optimismo de la Aufklärung,
que creía en la armonía de los intereses, ha trasladado la herencia del
ascetismo protestante al sector de la economía. Es ese optimismo el que
inspiró a los príncipes, estadistas y escritores de las postrimerías
del siglo XVIII y de los comienzos del XIX. La ética económica nació del
ideal ascético, pero ahora ha sido despojada de su sentido religioso.
Fue posible que la clase trabajadora se conformara con su suerte
mientras pudo prometérsele la bienaventuranza eterna. Pero una vez
desaparecida la posiblidad de este consuelo, tenían que revelarse todos
los contrastes advertidos en una sociedad que, como la nuestra, se halla
en pleno crecimiento. Con ello se alcanza el fin del protocapitalismo y
se inicia la era de hierro en el siglo XIX.
REFERENCIAS
*01 G. Oppert, "The original inhabitants of India", Londres, 1893, p. 131 op. cit. en art. Kuli en el "Handworterbuch", VI
*02 Der moderne Kapitalismus, I, pp. 557 ss.
*03 Cf. M. Bonn (supra, p. 264 nota 31).
*04 Cf. M. Weber, "Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie", I pp. 30 ss.
*05 Cf. para China : Chen Huan-Chang , "The economic principles of Confusius and his school", Nueva York, 1911
*06 Cf. supra, pp. 109 y 197.
*07 Dist. LXXXIII, c. 11 del Decreto según "Ps. Chrysosthomus, super Matthaeum.
*08 Cf. Gesammelte Aufsatze zur Religionssoziologie. I, p. 544.
*09 W. Sombart, Die Juden und das Wirtschaftsleben, Munich y Leipzig , 1911
*10 Cf. p. 174 y 191
*11 Cf. p. 174.
*12 Cuando los mandarines se dieron cuenta de
las posibilidades de ganancia que se les ofrecían, estas dificultades
fueron fáciles de superar: hoy son los principales accionistas de los
ferrocarriles. A la larga no existe ninguna convicción ético-religiosa
capaz de detener al capitalismo, pero el hecho de que sea capaz de
derribar todas las barreras mágicas, no demuestra que haya podido surgir
en un ámbito donde la magia desempeñaba tan importante papel.
*13 Cf. M. Weber Gesammelte Aufsätze sur Religionssoziologie. I, pp. 63 ss., 98 ss., 163 ss., 207 ss.
*14 "En conjunto y con las inevitables
reservas, esa contradicción puede formularse de tal modo que el
capitalismo judío aparece como un capitalismo paria, especulador, y el
puritano como una organización burguesa del trabajo", M. Weber , Ges. Aufsätze zur Religionssoziologie, I, pp. 181 s., nota 2.
*15 Cf. también E. Troeltsch , "Die Sociallehren der christlichen Kirchen und Gruppen", 2 vols., Tubinga, 1912 (reimpresión, 1919). Entre los adversarios de la referida tesis de Max Weber acerca de la importancia del calvinismo citaremos a L. Brentano , Die Anfange des modernen Kapitalismus, Munich, 1916, pp. 117 ss. y G. Brodnitz , Englische Wirtschaftsgeschichte, I, pp. 282 ss.
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